Olga está encerrada en un estudio, con una pared llena de puertas y ventanillas, la puerta de entrada, que no se abre, y no hay ventanas. Cada vez que intenta salir por una de las puertas de la pared vuelve a entrar por otra, reviviendo diferentes momentos de su vida, porque el tiempo se le ha embrollado: las puertas son agujeros negros y agujeros blancos que descargan en la habitación su historia personal, como si estuviera prisionera en un laberinto de recuerdos.
Marco a veces es su novio y a veces no lo es, su padre está vivo pero luego está muerto, su madre se había ido siendo ella pequeña, pero de improviso vuelve.
A Olga le cuesta entender, no sabe cuál es la realidad, en qué medida puede ella actuar y cambiar lo que fue, no consigue rendirse al tiempo presente, a los acontecimientos pasados, a esos viajes dentro de un dolor que es demasiado verdadero para ser ficticio.
Su padre le ha enseñado que la superficie límite de los agujeros negros se llama horizonte de sucesos, precisamente porque, como le pasa al horizonte, se aleja al acercarse el observador y que así funciona también el futuro. No se puede combatir el futuro renunciando al presente, no se puede negar el presente encerrándose en el pasado y, así cuando la realidad llega, su padre ha muerto, Marco ha decidido irse del país y su madre le pide que le perdone, Olga comprende que la única manera de superar el dolor en sintiéndolo.
Así que escapa, pero escapa solo para aprender a volver.
Producción Centro Dramático Nacional
Un trabajo de investigación dramatúrgica del Laboratorio Rivas Cherif
Teatro Valle-Inclán / Sala El Mirlo Blanco
Plazuela de Ana Diosdado s/n (Plaza de Lavapiés), 28012 Madrid