¿Por qué escondían los abuelos una cesta de pelotari rota en un armario que había venido de Cuba en el siglo XIX? ¿Por qué nadie quiso hablar de la carta recibida en 1985? ¿Por qué faltaban en el álbum familiar algunas fotografías de la romería de 1940? ¿Era cierto que don Alberto había dejado en 1898 una novela que nadie encontró? ¿Qué había pasado realmente la noche del 12 de mayo de 1874 en el caserío Gondra entre los dos hermanos?
Durante años, he buscado contestación a estos interrogantes, pero cada respuesta remitía a una nueva pregunta en una generación anterior. El odio y la culpa se repetían cíclicamente, pero también la posibilidad del perdón y el olvido. Alguien tenía que irse y alguien trataba de volver. Alguien hablaba la lengua que los otros no querían escuchar. Alguien decidía cual debía ser el relato y quién estaba condenado al silencio. La historia de cien años de una familia vasca marcada por secretos que nadie desvelaba.
Quizás haya llegado el tiempo de contar una saga recorrida por medias verdades, fortunas no siempre claras y al fondo, un frontón.
Borja Ortiz de Gondra