Distintas autoras y autores escribirán y leerán un texto de creación sobre lo que ven desde su ventana. El podcast se subirá en las redes sociales del CDN y permanecerá en nuestra cuenta de Soundcloud.
- Fernanda Orazi
Estoy ahora mismo sentada en el confín. Mi ventana es, en realidad, un balcón. Me gusta sentarme al límite del “lado de adentro” con los pies asomando al exterior, sin llegar a salir entera donde ya estaría en el “lado de afuera”. Me gusta porque, así, con la ventana totalmente abierta de par en par tengo la sensación de que “el lado de afuera” entra a mi casa sin que yo tenga que ir “al lado de afuera”. Me da el sol. Me da el aire. Sentada en el confín, con mi ventana totalmente abierta, mi casa, de pronto, es también un exterior. Siempre que asoma un poco el sol lo hago y ya no puedo pensar en dos espacios, es uno, el mismo, son al mismo tiempo y yo estoy en los dos. Si alguien me preguntaste en este momento “”¿Donde estás?” yo diría sin dudarlo “aquí, afuera y adentro” sin experimentar ningún conflicto en la contradicción y, por lo tanto, sin necesidad de decidirme por uno de los dos. Es que, claro, el marco de esta ventana (donde me encuentro exactamente) es un trozo de no pared, así que no es interior ni exterior, es un limbo (por cierto, el limbo en el que paso mucho tiempo desde el 14 de marzo).
Y digo más: si al construir las paredes de una casa se inaugura lo que será un interior pero, a su vez, esas paredes se construyen en el exterior para delimitar la parcela de exterior que quedará dentro de ellas para convertirse en un interior, entonces un interior es una parte de exterior sustraída, capturada dentro de cuatro paredes, un exterior con forma de adentro. Un parcela de exterior. Esto me recuerda a lo que me dijo mi amado cuando compró su casa “un edificio son estructuras que capturan aire, aire apilado, secciones de aire, cada piso es una sección de aire. No entiendo por qué compré un piso, soy propietario de aire.” Este es un edificio y estamos en un cuarto piso, así que es totalmente el caso. Un interior hecho de exterior aéreo. Para cerrar la idea: si la casa “está en” y “llena de” exterior y nosotros estamos dentro de la casa, entonces estamos en un exterior y en un interior al mismo tiempo, siempre.
Con mi cuerpo en mi ventana- confín compruebo que a veces dos cosas que, en teoría, son opuestas, andan juntas sin tener que excluirse. Parece que mi confín es un buen lugar para fundir supuestos opuestos, al calor del sol.
Pero a veces la ventana está cerrada y es como una pared de cristal que vuelve a separar lo que mi cuerpo en el confín había unido. Ahí el exterior se queda quieto afuera y la casa parece ser solo un adentro. Dirán, ¿tan rápido olvidas que nunca hay solo un interior? Bueno, si es de día la pared de cristal es como un cuadro titulado “hay un exterior” como una promesa que por lo general da alegría o invita a imaginar el resto del paisaje, no se olvida, es como que se deja para después. Pero si es de noche y la ventana está cerrada ya la cosa se pone un poco confusa. Porque esas noches el cristal de mis ventanas refleja mi casa. Desde mi casa veo otra vez mi casa. Hay un interior después de otro o, por lo menos, dos al mismo tiempo. En esas noches, aunque sepa que volverá el día y será mañana no puedo evitar preguntarme “¿Cuántas veces puede la noche multiplicar un interior?”.
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- Paco Gámez
En el salón hay dos balcones y en uno he puesto un geranio para estar más cerca del sur.
Hay, en mi dormitorio, una ventana inexplicable; un ventanuco pegado al techo que no supera los diecisiete centímetros de diámetro, lo acabo de medir.
Yo quería hablaros de los balcones, del geranio y el cactus, de los vecinos recién descubiertos en este encierro… Yo había empezado a escribir; tenía un borrador… No sé qué ha pasado.
La ventana rara del dormitorio, mientras yo dormía, anoche, debió de sembrar en mi cabeza la orden: “háblales de mí”. Luego me he despertado con la luz que entra por ella.
Aún entre las sábanas pienso: ¿por qué una ventana con un tamaño tan diminuto? ¿Por qué tan descentrada en la pared? No son preguntas nuevas, me las repito desde que me mudé aquí.
¿Será legal ese agujero en mi tabique? ¿Podrán construir al otro lado y tapiármelo?
Todo puede cambiar de un día para otro, ahora sabemos eso.
Entran por ella los primeros rayos de sol con más claridad que por los balcones. Dibujan en la pared de en frente un cuadrado lumínico perfecto que siempre me despierta, como si la hubieran colocado en un sitio estratégico después de hacer complejas mediciones matemáticas.
Sea lo que sea, no es un tragaluz casual, aunque lo parezca.
¿A dónde da esta ventana?
No lo sé. Llevo más de tres años aquí y no he conseguido averiguarlo.
Me subo a la cama otra vez –con esta ya van veinte–, me asomo como puedo, con la esperanza de descubrir algo nuevo y pego la cara contra el cristal.
Adivino otros edificios a lo lejos, pero no son ninguno de los que se ven desde la calle.
Me tiro sobre el colchón. Desde luego no es una ventana para mirar por ella.
¿Y si es un vano para ser observado desde afuera?
¿Puede alguien verme leyendo en la cama, o durmiendo, o haciéndolo?
¿Podéis verme?
He dibujado el plano de mi casa y las calles que la contienen. He hecho mapas para ubicar la ventana imposible.
He rodeado mi bloque para divisarla desde la calle. No la he encontrado. Tampoco los pisos que se atisban tras el cristal. Ninguna pista a la que agarrarme.
Si nadie ha visto nunca esa ventana desde ninguna parte, ¿existe?
Tal vez sea una ventana solo hacia adentro y existe solo en la cara interna de la casa.
¿Es una ventana a otra dimensión? ¿Es una broma cósmica?
La luz que deja entrar a la siete de la mañana es tan inverosímil que parece la escotilla de un barco en medio del mar.
“Hay otros mundos, pero están en este”. Leí eso hace poco.
Pego la boca al cristal y digo: “¿Hola, galaxia?”
¿Es esa ventana una forma tangible de convivir con lo irracional? ¿Un simple roto en la pared que pone en jaque toda lógica, una certeza material que cuestiona nuestra propia existencia absurda?
Las posibilidades son infinitas en un diámetro inferior a diecisiete centímetros. Lo acabo de medir.
¿Qué está pasando ahí afuera?
¿Podremos entender?
No sé, yo quería hablaros de los balcones.
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- María Velasco
Un objeto no identificado entró volando, el pasado mes de julio, por la ventana del techo. Al cabo de unos segundos, sin ser etólogos, caímos en la cuenta de que era UN MURCIÉLAGO. Mi pareja, que estaba viendo una película de terror, se dijo que los efectos eran de diez y el murciélago se fue por donde vino.
Para nuestra sorpresa, recibimos al huésped varias veces más. Se quedaba hecho un gurruño en la pared y, horas más tarde, se perdía en la noche. Su presencia era insólita en un piso de Madrid centro. Como un toque de atención de la naturaleza. LA NATURALEZA SE HABÍA COLADO POR NUESTRA VENTANA, CON NOCTURNIDAD, ALEVOSÍA Y PREMEDITACIÓN.
A excepción de las claraboyas en mi buhardilla solo hay una pequeña ventana que da a un patio interior. El patio es poco más grande que una caja de zapatos, así que no se ve gran cosa: un ascensor y varios aparatos de aire acondicionado; extractores y un sistema nervioso de tuberías. A estas alturas, he renunciado al telediario, así que esa ventana sin vistas es, prácticamente, mi única ventana al mundo. Suelo sentarme delante de ella, de la ventana ciega, a primera hora, para escribir antes de los wasaps, las llamadas, correos y videoconferencias. ESCRIBIR ES COMO REZAR SIN CREER EN DIOS, pero el demonio está hiperconectado.
El 2 de abril, día 18 de la cuarentena, me siento, como a diario, delante del ordenador. NUBES Y LLOVIZNAS. En el cuarto de baño caigo en la tentación de las redes y con las bragas bajadas leo:
#quedateencasa
#unaviviendadigna
#aplausosanitario
#lasanidadnosevende
#ingresominimovital
#damepaguita
#apagoncultural
#culturaencuarenta
Mi cabeza infringe el límite de decibelios. Malestar físico y emocional. Los minutos se van acumulando. Y no escribo. Y la página en blanco, mi muro de las lamentaciones, da paso a los clásicos fondos de escritorio.
Ante mis ojos, todavía llenos de legañas, desfilan paisajes lisérgicos: la CAMPIÑA, una silenciosa MONTAÑA, prados de un VERDE irracional, el crepúsculo con más COLORES que un especie invasora, ALMENDROS EN FLOR, nubes que invitan a la interpretación de los SUEÑOS, PLAYAS que no conocieron el condón… ANTÁRTIDA y DESIERTO disputándose el premio de Miss Universo.
Una naturaleza profundamente adulterada con colorantes, azúcar e Ibuprofeno se me anuncia en forma de MAPA DE BITS. Pero, desde mi confinamiento, yo recibo esos fondos de escritorio como una anunciación, una especie de epifanía de segunda mano.
Rompo a llorar y me percato de que ese llanto con secreción, es lo más cerca que voy a estar, en tiempo, de los lagos, saltos de agua, ríos y océanos que me promete el píxel.
Sigo lagrimando, acumulando pañuelos de papel, hasta que el consuelo me llega de improviso pensando en EL ZORRO que se pasea a sus anchas por el centro de Torremolinos y LOS JABALÍES que holgazanean a la suya en la carretera de les Aigües, cerca de Barcelona.
Y ME DUELEN LAS PARADOJAS, SIN EMBARGO, ME SONRÍO.
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- Alfredo Sanzol
Hablo cada día con mi madre. Tiene ochenta y un años, y mi madre retransmite cada día a mi tía Esther y a mi tía Carmen cómo nos encontramos. Las tres viven solas, y bueno, en estas circunstancias, vivir acompañado ayuda, pero a ellas les ha tocado estar solas, como a tantas personas en este país, casi cinco millones, según las estadísticas, y de esos cinco millones el cuarenta y dos por ciento, es decir dos millones, tiene más de sesenta y cinco años, como mi madre y mis tías, y de esos dos millones el setenta y dos por ciento, es decir, millón y medio son mujeres como mi madre, mías tías, y la madre de un amigo que cumplió años hace unos días. Mi amigo me contó que le daba mucha pena imaginar a su madre pasando su cumpleaños sin nada especial, y sobre todo sin ver a nadie, y sobre todo sin tener el contacto de nadie. Ella, como la mía, son personas que necesitan especial protección, pero un abrazo sincero y lleno de amor de veinte segundos despierta a la hormona de la oxitocina y produce un efecto terapéutico sobre cuerpo y mente, protección de la que también hace falta, así que mi amigo ideó un plan y lo puso en práctica. Se fue a casa de su madre, abrió la puerta, y en la entrada se quitó toda la ropa y la metió en una bolsa de plástico. Sacó un bote de líquido hidroalcohólico y se lo dio por todo el cuerpo sin dejarse ni un solo trocito de piel. Se puso su mascarilla, y así, como su madre lo trajo al mundo le dijo: Mamá, ya te puedo abrazar. Se dieron un gran abrazo. Duró más de veinte segundos. Me imagino que sería emocionante. Mi amigo no me dio detalles porque es del norte, pero sí que me dijo que los dos se quedaron felices y que con esa sonrisa en la cara se volvió a vestir y se fue. Bueno, esta peste está produciendo historias que tan sólo hace un mes no podíamos imaginar y esta, la del cumpleaños de la madre de mi amigo, es la que yo he visto desde mi ventana. Un abrazo a todos.
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- Pablo Messiez
Hace más o menos un año, me compré un árbol.
Un árbol alto y delgado, con unas pocas hojas, algo tristes.
Parecía un Giacometti. El árbol de Godot.
Yo estaba trabajando en la versión de Los días felices, así que pensé que era buena compañía. Y que debía ser agradable escribir debajo de un árbol.
Con el paso de los días, las hojas me parecían cada vez más lánguidas. Más tristes. Habiendo sido de un verde oscuro, empezaron a palidecer y yo a preocuparme por la salud del árbol. Por la pertinencia de la idea de traerlo a casa. Luz no le faltaba. Ni atención. Pero ¿y si estuviera necesitando otras cosas? El campo, el cielo, cosas que no entran en las casas. Me agobié. Busqué en Google (en mi vida, las dos oraciones anteriores suelen ir una seguida de la otra y en ese orden). Leí que se trataba de un palo borracho y que los cuidados y la luz que estaba recibiendo eran los adecuados. ¿Sería entonces una sensación mía? ¿Sería mía la tristeza?
Empezaron a caer las hojas. Eran pocas, así que fue un período tan angustiante como breve el ir ver cayendo uno a uno los atributos que hacían que aquello fuera algo más que un palo en una maceta.
En pocos días, quedaron las líneas desnudas. El tronco largo y diagonal, y su bifurcación final en cuatro ramas señalando el techo, como los dedos raquíticos de una mano suplicante.
Me pasaba horas mirándolo ¿Seguiría siendo eso un árbol? ¿Habría vida en él? No podía dejar de ver esas ramas desplegadas como un pedido. ¿Pero de qué? ¿De aire? ¿De cielo? Lo saqué al balcón. Y seguí regándolo y cuidándolo y mirándolo desde mi escritorio cada día, pensando: ¿Es eso aún un árbol? ¿Habrá vida en él?
Pasó el tiempo. Los trabajos y los días. Y vino el virus al mundo.
Muy pronto me tocó estar en cama con fiebre y tos. Viendo ahora otra ventana, la de mi cuarto. Esta sin árbol ni plantas.
Ahora era yo el languideciente. No cabían dudas. El deseo, esfumado. El cuerpo, triste. Como un árbol sin hojas. Desde mi convalecencia veía el entusiasmo en redes de la gente haciendo cosas (cuánto entusiasmo, cuántas cosas). Escuchaba los aplausos puntuales (cuánta disciplina) y esperaba que pasaran las horas, que pasara el hastío, que pasara algo.
Y pasó. La vida, que se mueve (qué suerte).
Y todo volvió a tener sentido como tantas otras veces después de tantas otras penas.
Y bajé al escritorio. Y me asomé a la ventana. Y volví a ver al árbol desnudo. Al sol.
Y entonces noté que la punta de las ramas se desplegaba en diminutas formas nuevas.
Salí al balcón para ver de cerca. ¡Eran hojas! Futuras hojas. ¡Estaba vivo! El árbol. Seguía su curso. No había sido la muerte. Había sido el otoño. No se puede estar floreciente siempre. Toca secarse. Perder las hojas. Juntar las fuerzas. Dejar que pase.
«Todo verdor perecerá». Pero también, puede que vuelva a ser.
Desde mi ventana, la calle Atocha esta desnuda, como mi árbol raquítico que la mira.
Y no puedo hacerme el budista (que me encantaría pero no me sale) y mirar sin juicio toda esta muerte. Echo de menos a la gente. El ruido. El tacto. Las cosas de estar juntos. Echo de menos las hojas del árbol.
Pero lo miro y veo que ahí sigue, creciendo. Sin importarle ni dejar de importarle su crecimiento. Dejando que suceda lo que pasa.
Tengo mucho que aprender.
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- Clàudia Cedó
Me levanto
Ordeno un poco la casa.
Hago mi rutina de ejercicios
Me ducho
Me preparo un buen desayuno
Y me pongo a escribir con un café delante
Son las nueve y media
Ella todavía no se ha despertado
Cuando se levante habrá tetas, y siestas, y parloteos incomprensibles que te hacen reír
Cuando se levante ya no podré escribir seguido
Lo haré entre toma y toma, cuando se duerma, cuando se quiera quedar en la hamaquita sola
Cuando se levante, ya mi trabajo pasará a un segundo término.
Lo veré desde lejos, como las montañas del fondo, que se vuelven azules
Y las de delante, las más cercanas, son verdes y nítidas, como más importantes.
Pero un día hay alguien que tose sobre otro alguien.
Y ese segundo alguien va al mercado y tose sobre la comida que compran muchos más
Y así empieza a propagarse un virus que acabará llegando a mi pequeña ciudad, obligándonos a todos a recluirnos en nuestras casas.
También a él
Entonces empezará un nuevo día.
Cuando ella se levante habrá tetas, y siestas, y parloteos incomprensibles que te hacen reír
Pero yo no dejaré de escribir
Porque no estaré sola con la niña.
Estará él, que podrá verla cada mañana despertar.
Que podrá disfrutarla y cuidarla
Y mi trabajo volverá a ser una montaña de las de delante.
Una de las verdes y nítidas
Una de las importantes.
Me doy cuenta del privilegio de poder vivir así este confinamiento.
De no tener que compartir espacio con quien me trata mal
De tener un espacio que compartir con alguien
De tener encargos que escribir
y un oficio que puedo hacer desde casa.
De no estar enferma ni ser vulnerable a estarlo.
Pero también me ha servido este confinamiento para darme cuenta de lo necesaria que es la igualdad entre la baja de paternidad y la de maternidad.
Porque tener una habitación propia es importante.
Pero también lo es tener tiempo para entrar en ella.
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